¡Hola! En esta ocasión me di la tarea de traducirles parte del capitulo final del libro How Children Fail. John Holt escribió este su primer libro en 1964, es una recopilación de notas que él escribía donde reflexionaba acerca de lo que veía y experimentaba al observar clases o al dar clases en diferentes escuelas.
Este libro nos muestra muchos de los errores que cometemos los adultos al tratar de enseñar a los niños, y como en lugar de ayudarles les estamos obstruyendo su aprendizaje. Nos invita a reflexionar los métodos y procesos de enseñanza, poniendo al niño en primer lugar. Después de 56 años las escuelas no han cambiado mucho, por lo que muchas de estas observaciones y ejemplos son válidas hasta el día de hoy.
Luego de varios años, después de varias experiencias y de escribir otros libros en 1982 realizó la revisión de su primera edición. En esta segunda edición él deja los textos originales intactos, y agrega textos nuevos donde cree que tiene otras observaciones u opiniones al respecto. Así es como uno puede darse cuenta de sus aprendizajes en su camino recorrido; de donde estaba antes y donde se encuentra hoy.
Esta es la traducción del capítulo «To summarize» (Para Resumir), no es todo el capítulo, pero si es gran parte de el. Lo que leerán a continuación es el texto original de su primera edición, donde él a pesar de ver tantas fallas en el sistema escolar, aún creía en las escuelas y buscaba una reforma. Solo la última parte (en letras azules) corresponde a un texto agregado para la segunda edición.
Quizá muchos lectores lo comprendan y encuentren todo muy cierto, pero quizás algunos otros duden y cuestionen sus opiniones, se tendrían que leer todo el libro para entender realmente cómo fue que llegó a estas conclusiones.
Espero lo encuentren interesante y les invite a reflexionar. 😊
COMO FRACASAN LOS NIÑOS
Nadie comienza estúpido. Solo tienes que mirar a los bebés y a los infantes, y pensar seriamente en lo que todos ellos aprenden y hacen, para ver que, a excepción de los más retrasados, muestran un estilo de vida y un deseo y capacidad de aprender, que en una persona mayor bien podríamos llamar genio. Apenas un adulto en mil, o diez mil, en tres años de su vida podría aprender tanto, crecer tanto en su comprensión del mundo que lo rodea, como cada infante aprende y crece en sus primeros tres años. Pero, ¿qué sucede, a medida que envejecemos, con esta extraordinaria capacidad de aprendizaje y crecimiento intelectual?
Lo que sucede es que es destruida, y más que por cualquier otra cosa, por el proceso que denominamos erróneamente educación, un proceso que ocurre en la mayoría de los hogares y escuelas. Los adultos destruimos la mayor parte de la capacidad intelectual y creativa de los niños por las cosas que les hacemos o les hacemos hacer.
Destruimos esta capacidad sobre todo haciéndoles tener miedo, miedo de no hacer lo que otras personas quieren, de no complacer, de cometer errores, de fallar, de estar equivocados. Por lo tanto, les damos miedo al juego, miedo a experimentar, miedo a probar lo difícil y lo desconocido. Incluso cuando no creamos los miedos de los niños, cuando se acercan a nosotros con miedos prefabricados e incorporados, usamos estos miedos como manijas para manipularlos y hacer que hagan lo que queremos. En lugar de tratar de reducir sus temores, los construimos, a menudo a un tamaño monstruoso. Porque nos gustan los niños que nos tienen un poco de miedo, niños dóciles y deferentes, aunque no, por supuesto, si tienen miedo tan obviamente que amenaza nuestra imagen de nosotros mismos como personas amables y amorosas a quienes no hay razón para temer. Consideramos ideal el tipo de niños “buenos” que nos temen lo suficiente como para hacer todo lo que queramos, sin hacernos sentir que el miedo a nosotros es lo que los hace hacerlo.
Destruimos el amor desinteresado (no quiero decir indiferente) por aprender en los niños, que es tan fuerte cuando son pequeños, alentándolos y obligándolos a trabajar por recompensas insignificantes y despreciables: estrellas doradas o papeles marcados con 100 y pegados al pared, o A’s en las boletas de calificaciones, o listas de honor, o listas de decanos, o la llave Phi Beta Kappa, en resumen, para la innoble satisfacción de sentir que son mejores que otra persona.
Los alentamos a sentir que el fin y el objetivo de todo lo que hacen en la escuela no es más que sacar una buena nota en el examen o impresionar a alguien con lo que parecen saber. Matamos, no solo su curiosidad, sino también su sentimiento de que es algo bueno y admirable ser curioso, de modo que a la edad de diez años la mayoría de ellos no hagan preguntas y muestren una gran cantidad de desprecio por los pocos que lo hacen.
En muchos sentidos, rompemos las convicciones de los niños de que las cosas tienen sentido, o su esperanza de que las cosas tengan sentido. Lo hacemos, en primer lugar, dividiendo la vida en trozos de materia arbitrarios y desconectados, que luego tratamos de “integrar” con dispositivos artificiales e irrelevantes como hacer que los niños canten canciones populares suizas mientras estudian la geografía de Suiza, o hacer problemas aritméticos sobre la división de rieles mientras estudian la niñez de Lincoln.
Además, los confrontamos continuamente con lo que no tiene sentido, lo ambiguo y contradictorio; peor aún, lo hacemos sin saber que lo estamos haciendo, de modo que, al escuchar las tonterías que les metemos como si tuvieran sentido, llegan a sentir que la fuente de la confusión no radica en el material sino en su propia estupidez.
Aún más, separamos a los niños de su propio sentido común y del mundo de la realidad al exigirles que jueguen con palabras y símbolos que tengan poco o ningún significado para ellos. Por lo tanto, convertimos a la gran mayoría de nuestros estudiantes en el tipo de personas para quienes todos los símbolos no tienen sentido; quienes no pueden usar símbolos como una forma de aprender y tratar con la realidad; quienes no pueden entender las instrucciones escritas; quienes, incluso si leen libros, salen sin saber más que cuando entraron; quienes pueden tener algunas palabras nuevas dando vueltas en sus cabezas, pero cuyos modelos mentales del mundo permanecen sin cambios y, de hecho, impermeables al cambio.
La minoría, los estudiantes capaces y exitosos, es muy probable se conviertan en algo diferente pero igual de peligroso: el tipo de personas que pueden manipular palabras y símbolos con fluidez mientras se mantienen en gran medida divorciados de una realidad que defienden; el tipo de personas a las que les gusta hablar en grandes generalidades pero se callan o se indignan si alguien les pide un ejemplo de lo que están hablando; el tipo de personas que, en sus discusiones sobre asuntos mundiales, acuñan y usan palabras como megadeaths* y megacorpses**, sin apenas pensar en la sangre y el sufrimiento que estas palabras implican.
Alentamos a los niños a actuar estúpidamente, no solo asustándolos y confundiéndolos, sino aburriéndolos, llenando sus días con tareas aburridas y repetitivas que hacen poco o nada en llamar su atención o que demanden su inteligencia. Nuestros corazones saltan de alegría al ver una habitación llena de niños que se esfuerzan por realizar una tarea impuesta, y estamos más contentos y satisfechos si alguien nos dice que a los niños realmente no les gusta lo que están haciendo.
Nos decimos que este trabajo pesado, este trabajo interminable, es una buena preparación para la vida, y tememos que sin él los niños sean difíciles de “controlar”. Pero, ¿por qué este trabajo debe ser tan aburrido? ¿Por qué no dar tareas que son interesantes y exigentes?
Porque, en las escuelas, donde cada tarea debe completarse y cada respuesta debe ser correcta, si les damos a los niños tareas más exigentes, tendrán miedo e instantáneamente insistirán en que les enseñemos cómo hacer el trabajo. Cuando tienes acres de papel para llenar con marcas de lápiz, no tienes tiempo que perder en el lujo de pensar.
De esta manera, los niños están firmemente establecidos en el hábito de usar solo una pequeña parte de su capacidad de pensamiento. Sienten que la escuela es un lugar donde deben pasar la mayor parte de su tiempo haciendo tareas aburridas de una manera aburrida. En poco tiempo están profundamente asentados en una rutina de comportamiento no inteligente del que la mayoría de ellos no podría escapar incluso si quisieran.
[…]
Las escuelas tienden a ser un lugar deshonesto y nervioso. Los adultos a menudo no somos honestos con los niños, y menos aún en la escuela. Les decimos, no lo que pensamos, sino lo que sentimos que deberían pensar; o lo que otras personas sienten o nos dicen que deberían pensar. A los grupos de presión les resulta fácil eliminar de nuestras aulas, textos y bibliotecas los hechos, verdades e ideas que encuentren desagradables o inconvenientes. Y ni siquiera somos sinceros con los niños cuando podríamos serlo con seguridad, como los padres, los políticos y los grupos de presión nos dejarían ser. Incluso en las áreas menos controvertidas, nuestra enseñanza, los libros y los libros de texto que les damos a los niños presentan una imagen deshonesta y distorsionada del mundo.
El hecho es que no sentimos la obligación de ser sinceros con los niños. Somos como los gerentes y manipuladores de noticias en Washington, Moscú, Londres, Peking y París, y en todas las demás capitales del mundo. Creemos que es nuestro derecho y nuestro deber, no decir la verdad, sino decir lo que sea que sirva mejor a nuestra causa, en este caso, la causa de hacer que los niños crezcan en el tipo de personas que queremos que sean, pensando lo que sea que queremos que piensen. Solo tenemos que convencernos (y somos muy fácilmente convencidos) de que una mentira será “mejor” para los niños que la verdad, y mentiremos. No siempre necesitamos esa excusa; a menudo mentimos solo por nuestra conveniencia.
Peor aún, no somos honestos sobre nosotros mismos, nuestros propios miedos, limitaciones, debilidades, prejuicios, motivos. Nos presentamos a los niños como si fuéramos dioses, omniscientes, omnipotentes, siempre racionales, siempre justos, siempre correctos. Esto es peor que cualquier mentira que pudiéramos contar sobre nosotros mismos.
Más de una vez sorprendí a los maestros diciéndoles que cuando los niños me hacen una pregunta de la cual no sé la respuesta, les digo: “No tengo la menor idea”; o cuando cometo un error, como hago a menudo, digo: “Me atonté otra vez”; o que cuando estoy tratando de hacer algo en lo que no soy bueno, como pintar con acuarelas o tocar un clarinete o corneta, lo hago frente a ellos para que me vean luchando con él y se den cuenta de que no todos los adultos son buenos en todo. Si un niño me pide que haga algo que no quiero hacer, le digo que no lo haré porque no quiero hacerlo, en lugar de darle una lista de “buenas” razones que suenan como si hubieran bajado de la Corte Suprema. Curiosamente, esta forma bastante abierta de tratar con los niños funciona bastante bien. Si le dices a un niño que no vas a hacer algo porque no quieres hacerlo, es muy probable que lo acepte como un hecho que no puede cambiar; si le pides que deje de hacer algo porque te vuelve loco, hay muchas posibilidades de que, sin más palabras, se detenga, porque sabe cómo es eso.
Somos, sobre todo, deshonestos sobre nuestros sentimientos, y es esta sensación de deshonestidad lo que hace que la atmósfera de tantas escuelas sea tan desagradable. Las personas que escriben libros que los maestros tienen que leer dicen una y otra vez que un maestro debe amar a todos los niños en una clase, a todos ellos por igual. Si con esto quieren decir que un maestro debe hacer lo mejor que pueda por cada niño en una clase, que tiene la misma responsabilidad por el bienestar de cada niño, y la misma preocupación por sus problemas, tienen razón. Pero cuando hablan de amor no quieren decir esto; ellos se refieren a los sentimientos, afecto, ese tipo de placer y alegría que una persona puede obtener de la existencia y compañía de otra. Y esto no es algo que se pueda medir en cucharadas pequeñas, todos obteniendo la misma cantidad.
En una discusión sobre esto en una clase de maestros, una vez dije que algunos de los niños de mi clase me gustaban mucho más que otros y que, sin decir cuáles me gustaban más, se los había dicho. Después de todo, esto es algo que los niños saben, lo que sea que les digamos; Es inútil mentir al respecto. Naturalmente, estos maestros estaban horrorizados. “¡Es terrible decir eso!” uno dijo. “Amo a todos los niños de mi clase exactamente igual”. Tonterías; un maestro que dice esto está mintiendo, para sí mismo o para los demás, y probablemente no le gusta mucho ninguno de los niños. No es que haya nada malo en eso; A muchos adultos no les gustan los niños, y no hay razón para que lo hagan.
Pero el problema es que sienten que deberían hacerlo, lo que los hace sentir culpables, lo que los hace sentir resentidos, lo que a su vez los hace tratar de evitar su culpa con indulgencia y su resentimiento con crueldades sutiles, crueldades de un tipo que se puede ver en muchas aulas. Por encima de todo, les hace poner la voz y los modales falsos, melosos y repugnantes, y las sonrisas falsas y las risas forzadas y brillantes que los niños ven tanto en la escuela, y que con razón resienten y odian.
Como no somos honestos con ellos, tampoco permitiremos que los niños sean honestos con nosotros. Para empezar, les pedimos que participen en la ficción de que la escuela es un lugar maravilloso y que ellos aman cada minuto. Aprenden temprano que no gustarte la escuela o el maestro está prohibido, no es algo para decir, ni siquiera para pensar. Conocí a un niño, por lo demás sano, feliz y totalmente encantador, que a la edad de cinco años se estaba enfermando de preocupación por el hecho de que no le gustaba su maestra de jardín de infantes.
Robert Heinemann trabajó durante varios años con estudiantes en recuperación con los que las escuelas comunes no podían lidiar. Descubrió que lo que ahogó y congeló las mentes de estos niños fue, sobre todo, el hecho de que no podían expresar, apenas podían reconocer, el miedo, la vergüenza, la ira y el odio que la escuela y sus maestros habían despertado en ellos. En una situación en la que estaban y se sentían libres de expresar estos sentimientos a sí mismos y a los demás, pudieron nuevamente comenzar a aprender. Por qué no podemos decir a los niños lo que solía yo decir a los alumnos de quinto grado que se enojaron conmigo: “La ley dice que tienes que ir a la escuela; no dice que te tenga que gustar, y no dice tampoco que yo te tengo que gustar “. Esto podría hacer que las escuelas sean más llevaderas para muchos niños.
[…]
Detrás de gran parte de lo que hacemos en la escuela se encuentran algunas ideas que podrían expresarse más o menos de la siguiente manera: (1) Del vasto cuerpo de conocimiento humano, hay ciertos fragmentos que se pueden llamar esenciales, que todos deberían saber; (2) la medida en que una persona puede considerarse educada, calificada para vivir inteligentemente en el mundo de hoy y ser un miembro útil de la sociedad, depende de la cantidad de este conocimiento esencial que lleva consigo; (3) es el deber de las escuelas, por lo tanto, poner la mayor cantidad posible de este conocimiento esencial en las mentes de los niños. En consecuencia, nos encontramos tratando de meter ciertos hechos, recetas e ideas en las gargantas de cada niño en la escuela, ya sea que el bocado le interese o no, e incluso si hay otras cosas en las que está mucho más interesado de aprender.
Estas ideas son absurdas y tonterías dañinas. No comenzaremos a tener una educación verdadera o un aprendizaje real en nuestras escuelas hasta que eliminemos estas tonterías. Las escuelas deben ser un lugar donde los niños aprendan lo que más quieren saber, en lugar de lo que creemos que deberían saber. El niño que quiere saber algo lo recuerda y lo usa una vez que lo tiene; el niño que aprende algo para complacer o apaciguar a alguien más lo olvida cuando la necesidad de agradar o el peligro de no aplacarse ha pasado. Es por eso que los niños olvidan rápidamente todo menos una pequeña parte de lo que aprenden en la escuela. No les sirve de nada ni les interesa; no quieren, ni esperan, ni siquiera tienen la intención de recordarlo. La única diferencia entre los estudiantes malos y buenos a este respecto es que los estudiantes malos olvidan de inmediato, mientras que los buenos estudiantes tienen cuidado de esperar hasta después del examen. Si no por otra razón, podríamos permitirnos tirar la mayor parte de lo que enseñamos en la escuela porque los niños tiran casi todo de todos modos.
La noción de un plan de estudios, un cuerpo esencial de conocimiento, sería absurdo incluso si los niños recordaran todo lo que les “enseñamos”. No estamos ni podemos ponernos de acuerdo sobre qué conocimiento es esencial. El hombre que se ha entrenado en algún campo especial de conocimiento o competencia piensa, naturalmente, que su especialidad debería estar en el plan de estudios. Los eruditos clásicos quieren que se enseñe griego y latín; los historiadores gritan por más historia; los matemáticos exigen más matemáticas y el científico más ciencia; los expertos en idiomas modernos quieren que a todos los niños se les enseñe francés, español o ruso; y así. Todos quieren incluir su especialidad en el acto, sabiendo que a medida que aumenta la demanda de su conocimiento especial, también lo hará el precio que pueden cobrar. Quién gana esta lucha y quién pierde no depende de las necesidades reales de los niños o incluso de la sociedad, sino de quién es más hábil en las relaciones públicas, quién tiene los mejores cabilderos educativos, quién puede capitalizar mejor los eventos que no tienen nada que ver con la educación, como la aparición del Sputnik en los cielos nocturnos.
La idea del plan de estudios no sería válida incluso si pudiéramos acordar lo que debería estar en él. Porque el conocimiento mismo cambia. Mucho de lo que un niño aprende en la escuela será encontrado, o pensado, antes de muchos años, ser falso. Estudié física en la escuela a partir de un texto bastante actualizado que proclamaba que la ley fundamental de la física era la ley de conservación de la materia: la materia no se crea ni se destruye. Tuve que tachar eso antes de dejar la escuela. En economía en la universidad me enseñaron muchas cosas que no eran ciertas en nuestra economía en ese entonces, y muchas más que ahora no son ciertas. Muchos años después de que abandoné la universidad, aprendí que los griegos, lejos de ser un pueblo despreocupado y juicioso rodeado de templos blancos de castidad, eran de mal genio, ruidosos, pendencieros y les gustaba cubrir sus templos con hoja de oro y pintura brillante; y que la mayoría de los ciudadanos de la Roma imperial, lejos de vivir en casas en las que las habitaciones rodeaban un atrio, o patio central, vivían en viviendas de varios pisos, una de las cuales era quizás el edificio más grande del mundo antiguo. El niño que realmente recordara todo lo que escucha en la escuela viviría su vida creyendo muchas cosas que no son ciertas.
Además, no podemos juzgar qué conocimiento será más necesario cuarenta, veinte o incluso diez años a partir de ahora. En la escuela estudié latín y francés. Pocos de los maestros que afirmaban que el latín era esencial lo podrían justificar ahora; y el francés podría haber sido mejor español, o mejor aún, ruso; Hoy las escuelas están ocupadas enseñando ruso; pero tal vez deberían estar enseñando chino, o hindú o quién sabe qué.
Además de física, estudié química, en ese entonces quizás el más popular de todos los cursos de ciencias. Pero probablemente hubiera sido mejor estudiar biología, o ecología, si tal curso hubiera sido ofrecido (no era así). Siempre descubrimos, demasiado tarde, que no tenemos los expertos que necesitamos, que en el pasado estudiamos las cosas equivocadas; pero esto está destinado a permanecer así. Dado que no podemos saber qué conocimiento será más necesario en el futuro, no tiene sentido tratar de enseñarlo por adelantado. En cambio, deberíamos tratar de formar personas que amen aprender y que aprendan tan bien que sean capaces de aprender lo que sea necesario ser aprendido.
¿Cómo podemos decir, en cualquier caso, que un conocimiento es más importante que otro, o lo que realmente decimos, que algo del conocimiento es esencial y el resto, en lo que respecta a la escuela, no tiene valor? A un niño que quiere aprender algo que la escuela no puede y no quiere enseñarle se le dirá que no pierda su tiempo. Pero, ¿cómo podemos decir que lo que él quiere saber es menos importante que lo que queremos que él sepa? Debemos preguntar cuánto de la suma de conocimiento humano puede saber alguien al final de su educación. Quizás una millonésima. ¿Debemos entonces creer que una de estas millonésimas es mucho más importante que otra? ¿O que nuestros problemas sociales y nacionales se resolverán si tan solo podemos encontrar una manera en que los niños salgan de las escuelas sabiendo dos millonésimas del total, en lugar de una? Nuestros problemas no surgen del hecho de que carecemos de expertos suficientes para decirnos lo que hay que hacer, sino del hecho de que no hacemos y no haremos lo que sabemos que se necesita hacer ahora.
El aprendizaje no lo es todo, y ciertamente una pieza de aprendizaje es tan buena como otra. Uno de mis alumnos de quinto grado más brillantes y audaces estaba profundamente interesado en las serpientes. Sabía más sobre las serpientes que cualquiera que yo haya conocido. La escuela no ofrece herpetología; las serpientes no estaban en el currículo; pero en lo que a mí respecta, cualquier tiempo que pasara aprendiendo sobre serpientes se gastaba mejor que en otras maneras que yo podría pensar en gastarlo; sobre todo porque, en el proceso de aprender sobre las serpientes, aprendió mucho más sobre muchas otras cosas de las que pude “enseñar” a los desafortunados de mi clase que no estaban interesados en nada en absoluto. En otra clase de quinto grado, estudiando a los romanos en Gran Bretaña, vi a un niño tratando de leer un libro de ciencias detrás de la tapa de su escritorio. Se le vio y se le hizo guardar el libro y escuchar a la maestra; con un profundo suspiro lo hizo. ¿Qué se ganó aquí? Ella intercambió la oportunidad de una hora de aprendizaje real sobre ciencia por, en el mejor de los casos, una hora de aprendizaje temporal sobre historia, mucho más probable, sin ningún aprendizaje, solo una hora de soñar despierto y pensamientos resentidos sobre la escuela.
No es el tema lo que hace que algunos aprendizajes sean más valiosos que otros, sino el espíritu con el que se realiza el trabajo. Si un niño está haciendo el tipo de aprendizaje que la mayoría de los niños hacen en la escuela —tragando palabras, para decirlas de regreso al maestro a demanda— está desperdiciando su tiempo, o mejor dicho, lo estamos desperdiciando por él. Este aprendizaje no será permanente, ni relevante, ni útil. Pero un niño que está aprendiendo naturalmente, siguiendo su curiosidad a donde lo lleva, agregando a su modelo mental de la realidad todo lo que necesita y puede encontrarle un lugar, y rechazando sin miedo o culpa lo que no necesita, está creciendo en conocimiento, en el amor al aprendizaje y en la capacidad de aprender. Está en camino de convertirse en el tipo de persona que necesitamos en nuestra sociedad, y que nuestras “mejores” escuelas y colegios no están dando, el tipo de persona que, en palabras de Whitney Griswold, busca y encuentra significado, verdad y disfrute en todo lo que hace. Toda su vida seguirá aprendiendo. Cada experiencia hará que su modelo mental de realidad sea más completo y más fiel a la vida y, por lo tanto, lo hace más capaz de lidiar de manera realista, imaginativa y constructiva con cualquier experiencia nueva que la vida le presente.
No podemos tener un aprendizaje real en la escuela si creemos que es nuestro deber y nuestro derecho decirles a los niños lo que deben aprender. No podemos saber, en ningún momento, qué conocimiento o comprensión particular necesita más un niño, que más fortalecerá y mejor se ajustará a su modelo de realidad. Solo él puede hacer esto. Puede que no le vaya muy bien, pero puede hacerlo cien veces mejor que nosotros. Lo máximo que podemos hacer es tratar de ayudar, haciéndole saber aproximadamente qué hay disponible y dónde puede buscarlo. Elegir lo que quiere aprender y lo que no quiere, es algo que debe hacer por sí mismo.
Hay una razón más, y la más importante, por la que debemos rechazar la idea de la escuela y las aulas como lugares donde, la mayoría de las veces, los niños hacen lo que un adulto les dice que hagan. La razón es que no hay forma de forzar a los niños sin hacerlos temerosos, o mucho más temerosos. No debemos tratar de engañarnos y pensar que esto no es así. Los aspirantes a progresistas, que hasta hace poco tenían una gran influencia sobre la mayoría de las escuelas públicas estadounidenses, no lo reconocieron, y aún no lo hacen. Pensaron, o al menos hablaron y escribieron como si pensaran, que había buenas y malas maneras de obligar a los niños (las malas ruin, dura, cruel, las buenas, gentil, persuasiva, sutil, amablemente), y que si evitaban la mala y se apegaban a la buena, no harían daño. Este fue uno de sus mayores errores, y la razón principal por la que la revolución que esperan lograr nunca se afianzó.
La idea de una coerción indolora y no amenazante es una ilusión. El miedo es el compañero inseparable de la coerción, y su consecuencia ineludible. Si crees que es tu deber hacer que los niños hagan lo que quieres, lo hagan o no, entonces seguirá inexorablemente que debes hacerles temer lo que les sucederá si no hacen lo que quieres. Puedes hacer esto a la antigua usanza, abierta y declaradamente, con la amenaza de palabras duras, violación de la libertad o castigo físico.
O puedes hacerlo de la manera moderna, sutilmente, suavemente, silenciosamente, reteniendo la aceptación y aprobación de la cual tú y otros han entrenado a los niños para que dependan; o haciéndoles sentir que alguna retribución les espera en el futuro, demasiado vaga para imaginar pero implacable para escapar. Puedes, como lo hacen muchos maestros habilidosos, aprender a punzar con una palabra, un gesto, una mirada, incluso una sonrisa, la gran reserva de miedo, vergüenza y culpa que los niños de hoy llevan dentro de ellos. O simplemente puedes dejar que tus propios miedos sobre lo que te sucederá si los niños no hacen lo que quieres, los alcancen y los infecten. Por lo tanto, los niños sentirán cada vez más y más que la vida está llena de peligros de los que solo la buena voluntad de los adultos como tú pueden protegerlos, y que esta buena voluntad es perecedera y debe renovarse cada día.
La alternativa, no puedo ver otra, es tener escuelas y aulas en las que cada niño a su manera pueda satisfacer su curiosidad, desarrollar sus habilidades y talentos, perseguir sus intereses, y de los adultos y niños mayores a su alrededor echar un vistazo a la gran variedad y riqueza de vida. En resumen, la escuela debería ser una gran buffet de actividades intelectuales, artísticas, creativas y deportivas, de las cuales cada niño podría tomar lo que quisiera, y tanto como quisiera, o tan poco.
[…]
Desde que escribí esto, dejé de creer que las “escuelas”, por muy organizadas que sean, son los lugares adecuados, únicos o mejores para esto. Como escribí en Instead of Education y en Teach Your Own, excepto en circunstancias muy raras, la idea de lugares especiales de aprendizaje donde nada más que aprendizaje sucede ya no me parece tener ningún sentido.
El lugar adecuado y el mejor lugar para que los niños aprendan lo que necesiten o quieran saber es el lugar donde hasta hace muy poco casi todos los niños lo aprendieron –en el mundo mismo, en la corriente principal de la vida adulta.
Si colocamos en cada comunidad, como deberíamos (tal vez en antiguos edificios escolares), centros de recursos y actividades, clubes de ciudadanos, llenos de espacios para que sucedan muchos tipos de cosas— bibliotecas, salas de música, teatros, instalaciones deportivas, talleres, salas de reuniones— deben estar abiertas y ser utilizadas por jóvenes y adultos juntos.
Cometimos un terrible error cuando (con la mejor de las intenciones) separamos a los niños de los adultos y el aprendizaje del resto de la vida, y una de nuestras tareas más urgentes es eliminar las barreras que pusimos entre ellos y dejarlos que se junten nuevamente.
Pero permitame dejar la última palabra, como antes, con uno de los niños. Anna había sido expulsada de su escuela anterior como una estudiante sin esperanza y, en general, una niña mala. Sus padres eran lo suficientemente ricos como para contratar a los “mejores” expertos en el área de Boston para tratar con ella. Su veredicto fue que ella tenía serias dificultades de aprendizaje, por no hablar de profundos disturbios emocionales y psicológicos. Desde el primer día de mi clase, ella fue uno de los niños más encantadores y gratificantes que he conocido —valiente, enérgica, entusiasta, motivada, de alto espíritu, cariñosa, imaginativa, talentosa en muchos sentidos, y una líder natural— uno de los dos o tres niños que hicieron de esa clase la más gratificante que he enseñado. Y como he escrito en otra parte, a pesar de que ella llegó a mi clase casi sin leer, para fin de año, y sin ninguna “enseñanza” de mi parte, estaba leyendo y disfrutando de partes grandes de Moby Dick. Ella creció para ser una adulta tan interesante y competente como lo había sido de niña; la última vez que escuché de ella, como el mundo mide el éxito, ella había tenido éxito en varios campos diferentes para cuando tenía treinta años. Ella no rompió ni dejó que otros rompieran su espíritu, para encajar mejor en un mundo aburrido y malo; en su lugar, hizo que el mundo le hiciera espacio, y así, a su manera, la convirtió en algo más viva y mejor. Ayudar a todos los niños a hacer esto debería ser nuestra tarea— y nuestro deleite.
- Fragmentos tomado del capítulo «To Summarize»,
- Del libro «How Children Fail» de John Holt.
- Traducción: Alejandra Kim para viviresaprender.com
- Enlace del libro en Amazon: https://amzn.to/3cwqZN2
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*Megadeaths: Unidad utilizada para cuantificar las bajas de la guerra nuclear, lo que equivale a la muerte de un millón de personas.
**Megacorpses: Un millón de cadáveres.
Puedes leer más de John Holt: https://viviresaprender.com/john-holt-vivir-es-aprender/
- He traducido fragmentos de otros libros de John Holt, los puedes leer en estos enlaces:
- https://viviresaprender.com/como-aprenden-los-ninos-john-holt/
- https://viviresaprender.com/el-derecho-controlar-el-aprendizaje/
Si te interesa saber de los Libros de John Holt en traducción: https://www.johnholtgws.com/holt-in-translation
Sin intenciones de infringir los derechos de autor. No copyright infringement intended. Copyright Disclaimer Under Section 107 of the Copyright Act 1976, for Fair Use.
Jolu says
Hola, gracias mil gracias y mas gracias por compartir todo tu conocimiento y experiencia , y por dedicar tiempo a traducir estos maravillosos textos .
Muchos leemos ingles pero leer y comprender no es lo mismo , a veces nos perdemos en tratar de traducir y comprender !
Aplaudo tu trabajo!
Alejandra Kim Santi says
Muchisimas Gracias! 🙂
Claudia says
Excelente, muchas gracias. Yo no se leer en inglés, así que me ha servido un montón tu ayuda. Ojalá sigas traduciendo más fragmentos relevantes. Me encanta tu blog y tus vídeos.
Alejandra Kim Santi says
Hola Claudia; Claro que si, Muchas Gracias.
Eva says
Simplemente, muchas gracias Alex.
Ruth says
Gracias Alex me abre mi mente de q debo respetar su ritmo de mi niña.
Alejandra Kim Santi says
Hola Ruth, me alegra sea de ayuda…